La lluvia no era metáfora. Era literal, copiosa, implacable. Como si la noche supiera que allí, en una esquina discreta de Tegucigalpa, algo había ocurrido que merecía ser clausurado por una cortina de agua. El público salía en silencio, apenas murmurando entre paraguas y bolsas protectoras. Algunos caminaban apresurados hacia sus carros. Otros, mojándose sin remedio, parecían no querer romper aún la atmósfera que acababan de respirar. Y es que lo que acabábamos de presenciar no era simplemente un recital. Era, en el sentido más profundo del término, un acto de fe.
El lugar no podía ser más modesto: el teatro de la Escuela Nacional de Música, con su escenario pequeño, sus butacas funcionales y su acústica sin alardes. Un teatro que recuerda más al de una secundaria con aspiraciones que a un foro de alta cultura. Pero esa noche, por un par de horas, el espacio se transformó. No por alguna magia escénica, sino por la seriedad con que fue tratado. La escenografía era mínima, pero el cuidado en la organización, la sobriedad del diseño gráfico, el repertorio elegido, la entrega de los intérpretes —todo evocaba los rituales de los grandes teatros europeos. Era como si se hubiera montado una ópera en el Lyceum, pero en escala íntima. Como si Tegucigalpa, por un instante, se negara a aceptar su periferia cultural.
La protagonista de esta ofrenda fue Melina Pineda, mezzosoprano de trayectoria internacional, acompañada al piano por Rebeca Sierra. La sola elección de repertorio ya hablaba de una artista que no negocia con la facilidad: Debussy, Bizet, Brahms, Rachmaninoff, Ravel, Montsalvatge, Barber, Bolcom. En una ciudad donde muchas veces el “evento cultural” se reduce a un espectáculo funcional o un concierto didáctico, Pineda ofreció un programa de altos vuelos, sin concesiones, como si estuviera cantando en Boston o en Berlín. Y lo más importante: lo hizo con verdad.
El concierto fue una travesía emocional que cruzó idiomas, siglos y geografías, pero mantuvo una unidad poética inquebrantable. Comenzó con el susurro etéreo de Debussy y el gesto expansivo de Bizet, atravesó la profundidad germánica de Brahms, y llegó a la nostalgia afrocubana de Montsalvatge. Luego, en una transición sutil, la mezzosoprano llevó al público a un terreno más cercano, más íntimo: canciones en español que evocaban infancia, tierra, deseo, exilio. Escuchar un poema de Rafael Heliodoro Valle en esa voz, en ese contexto, fue una declaración estética y política. No todo lo sofisticado tiene que ser extranjero. No todo lo hondureño tiene que ser folclórico.
La segunda parte del programa osciló entre la melancolía rusa de Rachmaninoff y las baladas populares de Norteamérica. La voz de Pineda, cálida, precisa, con un fraseo siempre al servicio del sentido, fue capaz de moverse entre lo operático y lo susurrado, entre lo solemne y lo lúdico, sin perder jamás la honestidad interpretativa. A su lado, Rebeca Sierra no fue mera acompañante, sino cómplice. Su piano respiraba con la voz, dibujaba atmósferas, contenía y liberaba. La complicidad entre ambas fue evidente y conmovedora.
Pero quizás lo más impactante de la noche no fue la ejecución —aunque impecable—, sino la intención. Melina Pineda ofreció un concierto como si la ciudad lo mereciera. Como si no estuviéramos en una capital minúscula y herida, sino en una urbe con conciencia artística, con público formado, con sed de belleza. Esa terquedad, ese gesto casi quijotesco de montar un recital de lied europeo en un salón de escuela pública, es lo que hace que la música deje de ser solo arte y se convierta en acto político.
Porque lo que se defendió esa noche, bajo esa lluvia, fue una idea: que Tegucigalpa también puede. Que incluso en medio de apagones, inseguridad y abandono institucional, alguien puede cantar a Ravel o a Barber con el mismo rigor con que se canta en Carnegie Hall. Que hay, todavía, quienes creen que el arte no se mendiga ni se adapta a las circunstancias: se impone por su propio peso, por su verdad, por su belleza.
Melina Pineda no dio un concierto anoche. Al menos no en el sentido utilitario del término. Lo que ofreció fue una ceremonia. Una afirmación. Una resistencia delicada pero firme contra el olvido, contra la mediocridad, contra el conformismo. Lo dijo con Debussy, con Valle, con Rachmaninoff, con Bolcom. Y lo dijo, sobre todo, con su voz. Una voz que, esa noche, fue demasiado grande para ese pequeño teatro. Y sin embargo, lo llenó por completo.
