Esta mañana, la candidata presidencial del partido Libre, Rixi Moncada publicó un tuit que, a primera vista, pareciera una declaración de principios. “Exijo la suspensión inmediata de la diputada Isis Cuéllar de sus cargos en el Partido Libre y el Congreso Nacional; la renuncia de los diputados del Partido Libre al fuero especial para ser investigados… Exijo también que se detenga en el acto la aprobación de más recursos del fondo social, el cual debe cancelarse sin vacilar”.

El tuit circuló rápido. La frase suena fuerte, intransigente. “Exijo la suspensión inmediata de la diputada Isis Cuéllar…”, dijo Rixi Moncada, y de inmediato el mensaje pareció marcar un parteaguas. No solo pedía cuentas, también llamaba a renunciar al fuero legislativo, a eliminar privilegios, a cancelar el fondo social sin vacilar. Era, al menos en la superficie, el tipo de gesto que se espera de una figura pública con aspiraciones presidenciales: firmeza ética, contundencia política, claridad moral… Pero basta con dejar el teléfono sobre la mesa y levantar la mirada para que algo empiece a chirriar. ¿No fue ella, precisamente, quien permitió que ese fondo existiera? ¿No fue su firma, su voz, su presupuesto el que abrió la puerta a este escándalo?
La indignación que Moncada proyecta en su mensaje es legítima, pero llega en el momento más cómodo, cuando el costo político del silencio se ha vuelto insoportable. Porque si algo ha quedado claro con el caso de Isis Cuéllar —la diputada de Libre que gestionó, desde SEDESOL, más de 37 millones de lempiras para beneficiar a su red cercana— es que esto no fue un desliz individual. Fue la consecuencia directa de un sistema institucionalizado, sin controles, sin transparencia, y con plena complicidad del poder Ejecutivo. Y en ese poder, durante dos años, Moncada fue ministra de Finanzas. No una espectadora: una protagonista de toda esta trama.
Fue bajo su dirección que el presupuesto de 2023 incluyó una partida de 950 millones de lempiras para el mal llamado “fondo social departamental”. En ese momento, desde la Secretaría de Finanzas, se argumentó que esos recursos estaban destinados a la “gestión comunal” de los diputados, una manera vaga y deliberadamente ambigua de autorizar transferencias millonarias sin mecanismos claros de ejecución. En sus declaraciones públicas, Moncada no solo defendió la legitimidad de esa partida; también la presentó como un ejercicio de transparencia. “Es un presupuesto real, transparente, auditado”, declaró con solemnidad ante medios y legisladores. No hubo advertencia sobre los peligros del clientelismo, a pesar que no faltaron las voces de alerta afuera del salón de sesiones del Congreso Nacional. No hubo exigencia de una ley especial, a pesar de que la normativa vigente (el artículo 81-A de la Ley Orgánica del Legislativo) exige expresamente una legislación específica para ejecutar esos fondos. Tampoco se promovieron reglamentos, criterios técnicos, auditorías o límites. Porque, estuvo claro desde el principio, no se trataba de corregir vicios del pasado, sino de reeditarlos con nuevos actores.
La verdad es que ese fondo nació con una función política: facilitar gobernabilidad en un Congreso fragmentado y carente de liderazgo. Desde el inicio del gobierno de Xiomara Castro, y ante la profunda fractura que ella provocó en el Legislativo, el dinero se convirtió en el lubricante más eficaz. Se necesitaban votos. Se necesitaba mantener a Luis Redondo como presidente del Congreso aunque no contara con el respaldo ni siquiera de toda la bancada oficialista. Se necesitaba premiar fidelidades en el interior del partido. Y para eso, hacía falta un canal rápido, flexible, sin demasiadas preguntas. Ese canal fue el fondo social. Y Rixi Moncada fue su creadora y garante.
Por eso hoy su discurso suena hueco. Porque no hay en su mensaje una sola línea de autocrítica. No hay un “yo fallé”, un “yo permití esto”, un “yo fui parte”. Su tuit exige responsabilidad, pero no la asume. Señala, pero no se incluye. Se indigna, pero no recuerda. Y eso, en política, no es ética: es cálculo.
Hay algo profundamente irritante en ese gesto de Moncada: la manera en que intenta reposicionarse como referente moral cuando apenas ayer era parte del andamiaje. Cuando otros —organizaciones de sociedad civil, periodistas, expertos en transparencia— denunciábamos la opacidad del fondo y recibimos ataques de los canales oficialistas por esa postura, ella guardaba silencio. Cuando advertíamos que los fondos estaban siendo utilizados sin control, ella defendía la ejecución. Cuando el CNA publicó informes sobre las irregularidades, ella no se sumó a la denuncia. Solo ahora, cuando el caso de Cuéllar estalla en la cara del partido, cuando la opinión pública exige respuestas, cuando el nombre de Libre empieza a deteriorarse en las encuestas, Rixi Moncada decide hablar. No desde el remordimiento, sino desde la conveniencia.
El fondo social no es el problema. El problema es cómo se usó, quién lo permitió, y por qué se mantuvo oculto su verdadero propósito. Y si se quiere hablar de limpieza, hay que empezar por decir las cosas como son: fue un mecanismo de cooptación. Y quienes lo armaron deben rendir cuentas también. Rixi Moncada no puede ocupar la silla presidencial pretendiendo que no sabe de dónde viene.
En el fondo, lo que molesta del tuit de Rixi Moncada no es el qué, sino el cómo. No es que esté mal exigir justicia. Es que no basta con eso. No se puede liderar un proceso de depuración sin antes pasar por la propia. No se puede pedir que los demás renuncien al fuero mientras se camina con una coraza de impunidad simbólica, construida a base de silencios estratégicos.
Quizás, más que un tuit, Honduras necesita una verdad. Y esa verdad empieza por reconocer que nadie llega limpio a este momento. Que los pactos, las transferencias, los favores y las estructuras de control no son errores: son decisiones. Y que entre quienes las tomaron, está también quien hoy exige que rueden cabezas.
La pregunta, al final, no es si el tuit de Rixi Moncada me suena bien. Es si tiene peso. Y para eso, no basta con lo que dice. Importa, sobre todo, lo que calla.