
OPINIÓN ı Noboa ganó, pero fue Correa quien perdió
En la mañana tensa del 14 de abril, mientras las radios ecuatorianas daban cuenta del triunfo de Daniel Noboa con un tono que oscilaba entre la sorpresa contenida y la resignación, muchos simpatizantes del correísmo todavía hablaban de fraude. Pero en las horas siguientes —cuando las cifras del Consejo Nacional Electoral confirmaron la contundente victoria del joven presidente con un 55,6% de los votos— algo empezó a cambiar. Uno a uno, dirigentes de movimientos ciudadanos y progresistas comenzaron a reconocer la derrota. No por convicción absoluta, sino por la fatiga que produce una narrativa repetida hasta el agotamiento. El fantasma del fraude, tan presente en el repertorio político latinoamericano, se evaporaba lentamente, dejando expuesto el verdadero peso muerto de esta elección: Rafael Correa.
Si las urnas hablaron, lo hicieron con la voz cansada de un país asfixiado por la violencia, el miedo y la polarización. Pero también, como sostiene el reciente artículo publicado en Nueva Sociedad por Ospina Peralta, Ramírez Gallegos y Barrera Guarderas, con una claridad que no debe subestimarse: en Ecuador, el liderazgo de Correa dejó de sumar. Ahora resta.
Noboa no ganó con una propuesta programática sólida ni con un proyecto ideológico claro. Ganó porque supo ocupar el lugar del pragmatismo, del orden prometido frente al caos tangible, y porque capitalizó con destreza el discurso de la mano dura en un país que en los últimos años ha enfrentado niveles de criminalidad propios de escenarios de guerra. En un contexto donde el crimen organizado ha tomado puertos, cárceles y barrios enteros, no sorprende que el mensaje de conflicto armado interno resonara con fuerza entre sectores populares tradicionalmente esquivos a las narrativas militaristas.
Pero más allá de los miedos y promesas, el triunfo de Noboa fue también posible gracias a las fallas estratégicas del correísmo. A la candidata Luisa González le faltó voz propia. Aparecía en los debates como una sombra de Correa, repitiendo fórmulas del pasado sin capacidad de interpelar al presente. Su discurso, centrado en la nostalgia por un gobierno que muchos aún recuerdan por sus obras y su confrontación directa con las élites, fue incapaz de renovar el imaginario progresista o de adaptarlo a una sociedad atravesada por nuevas violencias, nuevas desigualdades, y nuevas generaciones con otras prioridades.
El propio Correa, desde su exilio europeo, intervino activamente en la campaña como si no hubiese aprendido nada del agotamiento que produce el liderazgo perpetuo. Su presencia era omnipresente: en la propaganda, en los mensajes de redes, en los actos simbólicos. Pero ese protagonismo no movilizó; paralizó. Su figura, en lugar de galvanizar a los indecisos, consolidó un voto anti-correísta que volvió a ser determinante.
Y sin embargo, hablar solo del peso de Correa en la derrota es insuficiente. El proceso electoral estuvo marcado también por el uso abierto de recursos del Estado para favorecer al candidato-presidente. La delgada línea entre gobierno y campaña fue borrada sin disimulo: inauguraciones apresuradas, despliegues de seguridad bajo retórica electoral, y una maquinaria institucional alineada con el discurso oficialista. Aunque el artículo de Nueva Sociedad no lo dice con todas sus letras, la sombra de un Estado que inclina la balanza desde el poder planeó sobre todo el proceso. Y lo más grave: muchos lo naturalizaron.
Ecuador votó con miedo, sí. Pero también votó con desconfianza. La desconfianza hacia el correísmo no es solo ideológica: es generacional. Es la misma que ha llevado a partidos de izquierda en América Latina a replantearse sus formas, sus líderes y sus métodos. Mientras en Brasil, Lula buscó alianzas amplias para volver al poder; mientras Petro en Colombia ha intentado —con dificultades— innovar en las formas de participación; el correísmo ecuatoriano se enredó en la liturgia de la repetición.
Hay en esta elección una lección que va más allá de Ecuador: el caudillismo no solo envejece, también puede convertirse en un lastre. Rafael Correa fue sin duda uno de los líderes más influyentes de la llamada “marea rosa”. Pero su negativa a retirarse a tiempo, a permitir que otros liderazgos crezcan sin su sombra, ha terminado por arrastrar al movimiento entero hacia la irrelevancia electoral.
Noboa, por su parte, tiene ahora en sus manos el poder completo: la legitimidad de las urnas, el control del discurso de seguridad, y el aparato estatal. Pero también carga con una responsabilidad histórica: demostrar que su victoria no fue solo el fruto del miedo ni del vacío que dejó la izquierda, sino una apuesta por algo nuevo.
En un país acostumbrado a los giros bruscos, lo urgente es reconstruir una alternativa progresista que sepa hablarle al Ecuador de hoy. No al de 2008, ni al de las promesas incumplidas. Y eso implica, entre otras cosas, dejar atrás la sombra de los líderes que ya cumplieron su ciclo.
La pregunta que queda flotando, para Ecuador y para América Latina, es si las izquierdas serán capaces de reinventarse sin aferrarse a sus íconos. Porque si no lo hacen, otros —menos democráticos, menos justos, más peligrosos— ocuparán el lugar que la historia les cede.