En la tarde del 3 de septiembre de 2024, una organización no gubernamental con sede en Washington publicó un video que sacudió las estructuras del poder político hondureño. En él, Carlos Zelaya —hermano del expresidente Manuel Zelaya, cuñado de la actual presidenta Xiomara Castro y exsecretario del Congreso Nacional— aparecía reunido con reconocidos narcotraficantes durante la campaña presidencial de 2013. La imagen, granulada y aparentemente antigua, tenía la fuerza de una descarga eléctrica: no solo resucitaba fantasmas del pasado reciente, sino que desnudaba una continuidad peligrosa en la política hondureña. No era una revelación aislada, sino una escena más en una historia que ya no se cuenta solo en susurros, sino en informes oficiales del Departamento de Estado de los Estados Unidos.

Desde hace años, Honduras figura como una pieza clave en el tablero del narcotráfico hemisférico, una especie de pasillo logístico entre los Andes y los puertos de entrada al sueño americano. Lo nuevo —o lo que se presenta como nuevo— es el grado de visibilidad institucional que han alcanzado las redes delictivas. El reciente informe del gobierno estadounidense no escatima en palabras: denuncia una “corrupción profundamente arraigada y de alto nivel” en las estructuras del Estado hondureño, y pone como ejemplo paradigmático la condena del expresidente Juan Orlando Hernández por narcotráfico. Pero no se detiene allí. El informe va más allá del pasado inmediato y entra de lleno en las contradicciones del presente.

El gobierno de Xiomara Castro, que llegó al poder con la promesa de una refundación ética del Estado, se encuentra ahora bajo una lupa internacional que ya no distingue con claridad entre el viejo régimen y las nuevas esperanzas. La administración impulsó en 2022 una amnistía que ha permitido el regreso de funcionarios condenados por corrupción a la función pública. En 2024, según el propio Departamento de Estado, “muy pocos altos funcionarios enfrentaron procesos penales o civiles por corrupción relacionada con drogas”, una constatación que no requiere de traducciones: la impunidad sigue siendo regla.

La paradoja se vuelve aún más evidente cuando se observa el otro extremo del informe: los avances en interdicción y decomisos de droga en el mar. La Marina hondureña logró incautar más de 19 toneladas métricas de cocaína en los primeros nueve meses del año —un hito sin precedentes— gracias al apoyo directo de Estados Unidos. Las operaciones conjuntas, la asistencia técnica, el trabajo de la Unidad de Investigaciones Especiales (SIU), todo eso ha funcionado. Pero ese éxito operativo contrasta con un Estado que, en tierra firme, parece incapaz de procesar judicialmente a quienes permiten o se benefician del tráfico. Se interceptan barcos, se destruyen laboratorios, se capturan mulas, pero el poder político sigue resguardado bajo la sombra protectora de leyes hechas a su medida.

En esa grieta entre la acción y la legalidad, entre la cooperación internacional y la impunidad doméstica, se juega el destino de Honduras como Estado. Porque si bien Estados Unidos continúa siendo el principal sostén de los esfuerzos antidrogas, su apoyo no es infinito ni desinteresado. A través de la Iniciativa de Seguridad Regional para Centroamérica (CARSI), Washington ha proporcionado recursos, tecnología y formación para fortalecer a las fuerzas de seguridad hondureñas. Pero el informe deja entrever una creciente impaciencia. La mención explícita al estancamiento de la Comisión Internacional contra la Corrupción e Impunidad en Honduras (CICIH) es prueba de ello. A pesar de haberse firmado un memorándum de entendimiento en diciembre de 2022, el proceso hacia su instalación se ha congelado. La retórica anticorrupción que llevó a Castro al poder no se ha traducido en instituciones eficaces.

Este desfase entre el discurso y la acción recuerda, en muchos sentidos, a momentos clave de la historia latinoamericana reciente. En Guatemala, la CICIG —precursora directa de la CICIH— fue capaz de procesar a presidentes, empresarios y militares antes de ser desmantelada por el mismo sistema que decía combatir. En Colombia, los escándalos por la infiltración del narcotráfico en la política llevaron a reformas que, aunque simbólicas, abrieron una nueva etapa de vigilancia institucional. En Honduras, en cambio, la historia parece ir en reversa. La justicia internacional avanza, mientras la justicia nacional retrocede.

¿Y qué decir de la sociedad hondureña en este contexto? Atrapada entre la violencia de las pandillas, la pobreza estructural y la desconfianza en las instituciones, la ciudadanía ha aprendido a desconfiar incluso de sus propias esperanzas. La CICIH prometía ser un catalizador, pero se ha convertido en un punto ciego. La figura de Carlos Zelaya, lejos de ser anecdótica, simboliza ese desencanto: un operador político de larga data, ligado a un proyecto familiar de poder, envuelto en la sospecha permanente de vínculos con el narcotráfico. El hecho de que su caso no haya desencadenado una crisis institucional es, quizás, la señal más preocupante de todas.

La pregunta que queda flotando, entonces, no es si Honduras puede detener cargamentos de cocaína —eso ya lo hace, y con notable eficiencia cuando se trata del mar—, sino si puede detener el avance silencioso de la corrupción que mina su sistema judicial, manipula sus leyes y convierte la política en un refugio para los impunes. ¿Puede una nación protegerse de los narcos si no puede protegerse de sí misma?

En una época donde los Estados parecen cada vez más vulnerables al poder de redes criminales transnacionales, la imagen que el Departamento de Estado nos presenta de la historia de Honduras recuerda que no hay reforma duradera sin una voluntad política real, y que los pactos con la justicia internacional solo funcionan si se acompañan de una ética del poder que hoy, tristemente, parece ausente.