
OPINIÓN | Cien días del experimento Trump y la resistencia de una tradición
En un atardecer de marzo, cuando el nuevo gobierno de Donald Trump apenas comenzaba a mostrar el rumbo de su segundo mandato, el presidente se desplazó a la frontera con México para inaugurar su “muralla aérea”: una flotilla de drones desplegados como símbolo del nuevo orden migratorio. Mientras los reflectores cubrían el espectáculo, un vuelo militar despegaba desde Texas con un grupo de salvadoreños deportados sin orden judicial. Entre ellos viajaba Kilmar Abrego García, detenido pese a contar con protección legal tras haber recibido un “withholding of removal” por amenazas en su país. Su expulsión, en abierta violación a decisiones de jueces federales, se ejecutó sin respeto al debido proceso. En San Salvador, su madre —indocumentada, con el TPS vencido— observaba incrédula la televisión, donde Marco Rubio, recién nombrado Secretario de Estado, prometía mano dura contra los “regímenes socialistas del hemisferio”.
La escena —familiar y distópica a la vez— resume la naturaleza del nuevo mandato de Trump: no se trata simplemente del regreso de una agenda conservadora, sino de la conversión deliberada del aparato estatal en una maquinaria de intimidación. Si en su primera presidencia Trump jugueteó con la disrupción, en esta segunda ha decidido institucionalizarla. El objetivo ya no es reformar el sistema, sino doblegarlo.
La retórica de este nuevo ciclo no apunta únicamente al socialismo como doctrina, sino a lo que el gobierno ha bautizado como una “invasión socialista”, una narrativa que mezcla ideología, migración y racismo en una misma categoría de amenaza. Los ataques no se limitan a venezolanos o cubanos: se extienden a guatemaltecos, hondureños, mexicanos—cualquiera que cruce la frontera sin permiso es señalado como portador del colapso social, como si se tratara de un virus. Las imágenes que difunde el gobierno —cámaras térmicas, caravanas, helicópteros, niños en fila— parecen calcadas de un manual propagandístico, evocando aquella Alemania que designó a los judíos como problema nacional. Y sin embargo, algo no cuadra del todo. Algo cruje en el interior del sistema.
Estados Unidos no es El Salvador. No es Nicaragua ni Venezuela. A diferencia de esos países —con democracias frágiles o históricamente interrumpidas—, Estados Unidos carga una tradición republicana profundamente anclada. Su ciudadanía no solo valora el equilibrio de poderes: lo exige. La desconfianza hacia el Estado fuerte, herencia fundacional, sigue viva en su cultura política. Y por eso, incluso mientras la Casa Blanca proclama una nueva era de “ley y orden”, los tribunales se resisten. Las cortes emiten sentencias. El Congreso convoca audiencias. Y lo más notable: la opinión pública responde.
La encuesta publicada por The New York Times/Siena College es clara. Más del 52% de los estadounidenses desaprueban el manejo migratorio de Trump. Un 59% considera su mandato como “aterrador” y un 66% como “caótico”. Son cifras que no nacen del miedo, sino de la experiencia. Y aquí la historia ofrece una lección importante: los regímenes autoritarios no florecen donde las democracias han echado raíces profundas. En Alemania, la república de Weimar cayó porque apenas llevaba una década sin emperador. En América Central, las urnas han sido herramientas de ruptura, no de continuidad. Pero Estados Unidos ha sobrevivido a guerras, depresiones, escándalos y magnicidios. Su tradición, aunque erosionada, conserva músculo.
Trump lo sabe. Y es por eso que ha comenzado a arremeter contra ese corazón institucional. Ha multiplicado órdenes ejecutivas, desacatado fallos judiciales y despedido funcionarios que se interponen a su agenda. Ha declarado estados de excepción fronterizos y ordenado deportaciones sin revisar casos. Pero cada acto encuentra resistencia. Jueces federales bloquean sus medidas. Organizaciones civiles documentan abusos. Medios independientes siguen investigando. Y, en lo más profundo del tejido cívico, una parte importante del electorado comienza a decir: basta.
Ese freno —aún tenue, aún insuficiente— será clave para los próximos meses. Porque la política exterior, lejos de ser solo una estrategia hemisférica, se ha convertido en reflejo del nuevo orden interno. Al suspender programas de cooperación, cerrar oficinas de USAID y congelar fondos de desarrollo, Trump no busca modificar la relación con América Latina: busca enviar un mensaje doméstico. Mostrar fuerza. Probar que puede actuar sin restricciones.
Y en ese juego, los gobiernos de la región quedan atrapados. En Tegucigalpa, Xiomara Castro ha endurecido su discurso soberanista, mientras se abre a alianzas con China y Rusia. En Bogotá, Gustavo Petro navega entre la confrontación y el pragmatismo. En Caracas, Maduro se fortalece cada vez que Washington ignora sus propias leyes, porque su retórica antiimperialista se alimenta del doble estándar. Irónicamente, la brutalidad migratoria de Trump ha afectado también a venezolanos opositores que huyeron del chavismo, dejando claro que el castigo no distingue ideologías.
En lo económico, los aranceles del 10% a las importaciones latinoamericanas han comenzado a impactar a pequeñas economías ya frágiles por inflación, deuda y postpandemia. El proteccionismo, vendido como defensa del “trabajo americano”, ha encarecido productos, enfurecido a empresarios y empujado a los mercados a buscar nuevos socios. Pero aquí también hay resistencia: protestas de agricultores, demandas de gremios y oposición desde los estados más afectados.
Este nuevo modelo, que bien podríamos llamar “nacionalismo punitivo”, no es simplemente una doctrina ideológica. Es un intento de rediseñar la gobernanza global, reemplazando el liderazgo por la imposición. La diplomacia se convierte en chantaje. El multilateralismo se disuelve en acuerdos secretos. Y el derecho —esa palabra que una vez ordenó el mundo— se convierte en herramienta de conveniencia.
Lo más inquietante no es la radicalidad de las medidas, sino su progresiva aceptación. Cuando un gobierno desafía a sus propias cortes y no pasa nada, cuando una deportación ilegal se convierte en espectáculo mediático, cuando el desacato se transforma en doctrina, el peligro ya no es el autoritarismo. Es la costumbre. Es la normalización del miedo.
Y, sin embargo, ahí está la grieta. Mientras Trump firma otra orden y sus ministros amenazan con mano dura, cientos de miles de ciudadanos protestan, demandan, litigan. Los periódicos aún publican. Las universidades aún debaten. Las encuestas —esas que Trump detesta— aún marcan el pulso de una ciudadanía que no ha renunciado del todo a su conciencia.
Quizás, entonces, el verdadero obstáculo al nuevo orden no venga del exterior. Tal vez no sea China, ni la ONU, ni los gobiernos progresistas del sur quienes pararán esta locura. Tal vez el freno venga desde adentro. Desde un pueblo estadounidense que, con todos sus errores, aún se reconoce en una tradición que no ha sido completamente olvidada, la de enfrentarse a los autócratas.
La pregunta ya no es cuánto resistirá el sistema. La pregunta es si esa tradición democrática, erosionada pero viva, bastará para decir lo que el mundo parece incapaz de decir: que no, que esto no es normal. Y que no estamos dispuestos a aceptarlo como si lo fuera.