En un Haití devorado por las pandillas y abandonado por el Estado, una mujer anónima envenenó a 40 miembros de una organización criminal con empanadas caseras. No huyó. Se entregó. Detrás de su gesto, brutal y silencioso, resuena una vieja promesa: la de Mackandal, el esclavo que luchó con veneno cuando ya no quedaba esperanza.


Nadie recordará su nombre, pero en Haití ya no hace falta recordar nombres. Se recuerda el hambre, se recuerda el miedo. Se recuerda que ese martes, al amanecer, una mujer sin historia abrió su puesto en la esquina de la plaza de Kenscoff y comenzó a freír. Nadie vio en su rostro la señal del conjuro, ni en su espalda la sombra del tambor. Y sin embargo, esa mañana, el aceite no era solo aceite. El alimento era sentencia.

Los hombres bajaron del monte armados con fusiles y dientes de oro. Eran cuarenta. Se hacían llamar Viv Ansanm: “vivimos juntos”. Pero no vivían con nadie. Secuestraban, extorsionaban, tomaban niñas de diez años y las convertían en esclavas de placer. En un país sin ejército ni jueces, ellos eran la ley. Y ella lo sabía. Por eso esperó el momento. Por eso cocinó la venganza. Por eso sirvió la muerte.

Uno a uno cayeron. Retorcidos. Con la espuma del veneno en la boca. Aceite de oruga, dijeron. Pesticida. Pero no era eso. Era otra cosa. Era la furia. Era la sangre. Era Mackandal, vuelto al mundo por la mano de una mujer que ya no lloraba. Porque en Haití ya no se llora. Se muere. Se calla. Se cocina.

La mujer fue arrestada al caer la tarde. No corrió. No negó. Dijo: fui yo sola. Lo dijo con la firmeza con que se alza una vela en un altar en ruinas. Los oficiales la miraron con repulsión y miedo. Como si algo más que carne hablara por su boca. Como si el veneno, aún caliente, manara de sus palabras.

No sabían —no podían saber— que Mackandal había prometido volver. Que lo haría sin brazo, sin rostro, sin tambor. Que regresaría como todas las cosas verdaderas regresan: disfrazado de insignificancia. Bajo la piel reseca de una vendedora de Kenscoff. En un país roto. Donde ya no hay bandera que flamee. Ni escuela abierta. Ni tribunal que condene. Donde la justicia se ha ido como se van los santos: por el techo.

Antes, Mackandal fue esclavo. El mítico Mackandal. El Manco. Envenenador de amos blancos. Aprendió los secretos de la yerba que inflama el hígado, del hongo que detiene el corazón. Se internó en la espesura y volvió convertido en sombra. En mito. Fue ave, ciempiés, pez. Su cuerpo, quemado en la plaza, voló sobre la multitud de esclavos. Nadie vio cenizas. Nadie lo lloró porque los esclavos sabían que volvería. Mackandal sauvé, dijeron. Mackandal salvado.

Hoy, 300 años después, el fuego es otro. Ya no hay plantación de caña de azucar ni amo blanco. Ahora hay pandilla. Y la plantación es el país entero. Kenscoff es solo un fragmento del infierno. Las empanadas, una nueva forma de conjuro. Ella —la mujer sin nombre— no tenía que saber quién fue Mackandal. Porque Mackandal vive en los que no pueden más. En los que han sido violados. En los que vieron cómo se llevaban a su hijo. En los que ya no esperan a la policía. Porque ya no hay policía.

Desde afuera nos preguntamos: ¿fue correcto lo que hizo? ¿Tomar justicia por su mano? 

Pero ¿qué mano? ¿Cuál justicia?

En Haití no hay jueces. No hay códigos. No hay Estado. Solo ruinas y rifles. El territorio está repartido entre jefes de pandilla. El resto es tierra baldía, cuerpo baldío, sueño quemado. Discutir legalidad es absurdo en un cementerio sin lápidas. En un país donde el presidente ya no gobierna, donde los ministros no aparecen, donde la ONU ha cerrado sus oficinas. Seamos honestos. A nadie en el mundo le importa Haití ni su destino. 

En ese vacío, cocinar es insurrección. La fritura puede es resistencia. Y la mujer sin nombre, la última transformación de Mackandal, con su bolsa de plástico y su rostro curtido por la bruma del altiplano, es hoy la heredera del mayor conjuro del Caribe.

Ella tenía una sola mano, dicen. Que servía las empanadas con esa mano. Y que al entregarlas miraba de frente, como quien no pide perdón.

Dicen que volvió a casa, se lavó las manos —una ausente, otra manchada de harina—, y esperó. Como esperan los dioses menores: sin ruido, sin aplauso.

Hoy, algunos la llaman asesina. Otros, madre. Pero en los caminos del monte ya se canta que Mackandal ha regresado. Y que su rostro es de mujer.

Que la rebelión, esta vez, huele a mujer, a aceite caliente y a carne que ya no tiembla. Que la justicia, cuando no hay ley, se cocina. Y que el infierno, cuando se llena, devuelve a sus ángeles caídos.