La noche del 8 de julio, el Congreso Nacional de Honduras vivió un episodio que parecía extraído de una obra de teatro político en el borde del colapso. A las seis de la tarde, los tres consejeros del Consejo Nacional Electoral (CNE) fueron convocados con urgencia para comparecer ante los diputados. El objetivo, al menos en el papel, era conocer las razones del creciente conflicto dentro del organismo que debe garantizar las elecciones generales de noviembre. Pero el hemiciclo pronto se convirtió en un escenario de gritos, forcejeos, acusaciones cruzadas y caos institucional.
En el centro del conflicto estaba la verificación humana del sistema de Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP), una medida aprobada por las consejeras Cossette López Osorio (Partido Nacional) y Ana Paola Hall (Partido Liberal) para evitar que se repita el desastre del 9 de marzo, cuando el sistema colapsó y sumió en sospecha todo el proceso de elecciones internas. El único voto disidente ha sido el del consejero Marlon Ochoa, representante del partido Libre, quien ha resistido la medida, bloqueado resoluciones y acusado a sus compañeras de operar bajo una agenda antipopular y estar fraguando un fraude contra la candidata oficialista Rixi Moncada.
Pero el conflicto no está únicamente en el lenguaje. La mañana del 7 de julio, afuera de las oficinas del CNE, colectivos afines a Libre sitiaron el edificio e impidieron el paso de varios proveedores que llegaban en cumplimiento de un plazo formal para presentar ofertas al sistema TREP. Anoche, en una estrategia para intimidar a las concejales, los guardias de seguridad del CN, siguiendo ordenes de alguien en la JD, dejaron entrar a una turba de activistas del oficialismo al hemiciclo legislativo. Algunos de los activistas se ubicaron en las gradas, otros lograron infiltrarse hasta los curules, generando un clima de hostilidad que llevó a las consejeras López y Hall a abandonar el recinto por razones de seguridad. Marlon Ochoa se mantuvo en su lugar, arropado por la bancada oficialista y por un presidente del Congreso, Luis Redondo, completamente incapaz de controlar la situación.
Lo que ocurrió anoche no fue un incidente aislado, sino la manifestación visible de una fractura más profunda: la imposibilidad de construir acuerdos básicos cuando los actores políticos no comparten siquiera el significado de las palabras con las que debaten. Todos los involucrados dicen estar defendiendo al “pueblo.” Todos afirman cuidar la “democracia.” Pero las categorías que invocan no significan lo mismo. Y por eso, lo que a unos les parece una salvaguarda institucional, a otros les suena a traición histórica. El resultado es que el árbitro electoral está roto y nadie tiene la herramienta —ni la voluntad política— para repararlo.
El conflicto dentro del CNE no es reciente. Comenzó el año pasado, cuando Marlon Ochoa esperaba asumir la presidencia del organismo. Su expectativa no era gratuita: Libre, desde el Ejecutivo, apostaba a consolidar el control sobre el ente electoral como parte de su estrategia de consolidación de poder. Pero un acuerdo sorpresivo entre Ana Paola Hall y Cossette López —una liberal y una nacionalista— lo dejó fuera de la dirección del órgano. Hall se convirtió en secretaria del consejo y asumirá la presidencia en septiembre; López, del Partido Nacional, asumió la presidencia del proceso interno. Esa repartición inesperada encendió la mecha de una disputa que ha ido escalando en intensidad.
Ochoa interpretó aquel acuerdo como una restauración del “bipartidismo tradicional” que Libre se jacta de haber derrotado en las urnas. Desde entonces, ha denunciado cada decisión del pleno como una conspiración entre liberales y nacionalistas, desconociendo resoluciones, bloqueando contratos, promoviendo mecanismos de verificación paralelos, y utilizando el discurso de “defensa del pueblo” como escudo moral frente a cualquier cuestionamiento.
En realidad, lo que Ochoa ha hecho es más profundo que un simple sabotaje técnico: ha operado desde una concepción distinta de lo que es “el pueblo” y, por tanto, de lo que se entiende por “democracia.”
Para Ochoa y el oficialismo, el pueblo no es la ciudadanía plural ni el conjunto de votantes sujetos a una administración neutral. Es una identidad política. Un nosotros histórico que viene desde la resistencia al golpe de 2009, que se articuló en las calles, y que llegó al poder con Xiomara Castro. Ese pueblo —dicen— no necesita tutelas técnicas ni intermediarios foráneos. Su voluntad es soberana y debe expresarse sin obstáculos burocráticos ni auditorías ajenas. En ese marco, el intento de verificar el TREP no es un esfuerzo por mejorar el sistema, sino un ataque al mandato popular. Una amenaza al proceso histórico de la refundación. La legalidad se subordina al mandato revolucionario.
Esa concepción sustantiva del pueblo —como un cuerpo moral e indivisible— permite justificar todo: el ingreso de colectivos al Congreso, el desconocimiento del pleno, la imposición de un fiscal o una junta directiva sin los votos necesarios, y la descalificación permanente de cualquier intento de equilibrio técnico. No se trata solo de táctica. Se trata de una visión del poder en la que la verdad reside en quien dice representar al pueblo, no en las reglas del juego.
Cossette López y Ana Paola Hall, en cambio, representan otra visión. Una donde el pueblo no es uno, sino muchos. Donde la democracia necesita procedimientos, observación internacional, sistemas verificables. Donde el pueblo se expresa a través del voto, sí, pero también necesita garantías para que ese voto sea respetado. Desde esa lógica, la verificación del TREP no es un capricho ni una maniobra, sino una obligación ética. Lo que está en juego no es solo la transparencia de los comicios, sino la confianza pública en las instituciones. El sistema es capaz de “corregir sus errores” si se siguen las reglas del juego.
El problema es que esas dos visiones no pueden convivir. Porque no hablan el mismo idioma. Porque para unos, las reglas son instrumentos. Para otros, son cimientos. Y cuando un actor actúa desde el supuesto de que todo cuestionamiento es una traición, y el otro desde la idea de que todo poder debe ser controlado, lo que se rompe no es el diálogo: es el contrato mismo de lo posible.
La candidatura de Rixi Moncada, promovida por el oficialismo, no es ajena a este conflicto. Al contrario: las acciones de Marlon Ochoa dentro del CNE están alineadas con una estrategia más amplia de consolidación del poder político de Libre. Moncada, antigua consejera del CNE, conoce bien las entrañas del organismo. Su discurso resuena con el de Ochoa: denuncia al bipartidismo, reclama soberanía, evita el lenguaje técnico. En esa simbiosis entre aparato institucional y proyecto político está el corazón del problema. Porque cuando el árbitro electoral es también actor en competencia, ya no hay reglas, hay voluntad.
Lo que vimos anoche en el Congreso fue el colapso momentáneo del decoro. Pero lo que estamos viendo a largo plazo (desde enero de 2022) es algo más grave: la imposibilidad de construir un lenguaje común sobre lo que significa democracia en Honduras. Mientras unos defienden la ley como garantía para todos, otros la ven como obstáculo para el pueblo. Mientras unos buscan transparencia en los sistemas, otros piden fe en la voluntad popular. No es simplemente que no estén de acuerdo. Es que no pueden estarlo.
Y así, sin puentes conceptuales, sin árbitros respetados por todos, sin mecanismos funcionales para resolver las disputas, la crisis ya no es solo del CNE: es del sistema político en su conjunto. Cada palabra —pueblo, democracia, transparencia— se ha convertido en campo de batalla. Y en esa guerra semántica, lo que se pierde es el sentido de lo común.
Tal vez el Congreso logre convocar otra sesión. Tal vez el pleno del CNE emita nuevas resoluciones. Tal vez incluso se celebren elecciones. Pero lo que no se ha resuelto —y ni siquiera se ha comenzado a discutir seriamente— es cómo reconstruir un consenso mínimo sobre las reglas del juego. Porque si no podemos acordar qué significa el pueblo, ni qué es la democracia, ¿cómo vamos a garantizar que lo que salga de las urnas tenga legitimidad?
Esa es la pregunta que quedó flotando anoche entre los gritos. Y la respuesta, si llega, no vendrá de los micrófonos del hemiciclo. Vendrá —si acaso— de un esfuerzo colectivo por reconstruir un lenguaje que ahora está en ruinas.