Cuando el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos anunció el 7 de julio de 2025 la terminación oficial del Estatus de Protección Temporal (TPS) para Honduras, no citó la inestabilidad política del país, ni la violencia estructural que desangra sus barrios, ni los desplazamientos provocados por huracanes recientes. La razón fue otra, casi anacrónica: el huracán Mitch ya no está. Esa fue, palabra por palabra, la columna vertebral del argumento legal. Mitch, ese código casi mítico en la memoria centroamericana, ya no justifica la protección migratoria para los más de 54,000 hondureños que han vivido bajo TPS por más de dos décadas. Y con esa afirmación, el reloj empezó a correr: sesenta días para caer en la ilegalidad o el exilio forzado.

Lo llamativo no es solo la fecha, ni siquiera la frialdad del lenguaje administrativo. Lo inquietante es que el fin de un programa tan vital para la estabilidad de miles de familias está sostenido sobre una omisión: la de dos huracanes recientes, ETA e IOTA, que arrasaron el norte de Honduras en noviembre de 2020 y cuyas consecuencias siguen vivas en el cuerpo del país. Desplazamientos, desempleo, precariedad habitacional, estructuras colapsadas. El país que hoy recibirá a quienes pierdan el TPS es el mismo que no ha reconstruido La Lima, ni reubicado del todo a los damnificados del Valle de Sula. Pero ETA e IOTA nunca entraron al expediente del TPS. Y no lo hicieron porque Honduras nunca lo solicitó.

Esa es la grieta que recorre todo el análisis. El TPS para Honduras, vigente desde 1999 por los efectos de Mitch, fue renovado decenas de veces. Pero tras los huracanes de 2020, ni el gobierno saliente de Juan Orlando Hernández ni el entrante de Xiomara Castro gestionaron una nueva designación. En la letra de la ley estadounidense, eso significa que al evaluar si “las condiciones extraordinarias” persisten, el DHS solo puede mirar hacia 1998, no hacia 2020. Y es difícil argumentar que Mitch sigue vivo cuando el propio gobierno hondureño ha optado por no mirar atrás.

El informe “TPS Honduras: El costo humano de una decisión política”, elaborado por Nodo, lo explica sin rodeos. Más de 54,000 hondureños quedarán en un limbo migratorio. Más de 53,000 niños ciudadanos estadounidenses podrían ser separados de sus padres o forzados a abandonar su país. Las remesas enviadas por esa comunidad —hasta 211 millones de dólares anuales— caerán o se volverán inestables. Y la decisión del DHS, aunque injusta en sus límites, también es legalmente impecable: se limitó a evaluar lo que Honduras pidió formalmente. Nada más.

Entonces cabe preguntar: ¿qué hicieron las autoridades hondureñas, sabiendo que ETA e IOTA podían servir como base para un nuevo TPS? La respuesta es desconcertante. El entonces canciller Enrique Reina, hoy candidato oficialista a designado presidencial, no presentó solicitud formal alguna. Ningún expediente técnico. Ningún informe diplomático contundente. Su gestión fue declarativa, pero no operativa. La narrativa de un país en ruinas se repitió en discursos y foros, pero nunca se tradujo en una acción concreta para proteger a los hondureños en el exterior. Efraín Bu Girón, quien asumió la Cancillería después de ser embajador en Washington, tenía los contactos y la experiencia. Tampoco lo hizo.

Esa omisión es política. Implica que el gobierno de Xiomara Castro —tan rápido en nombrar los escombros heredados del juanorlandismo— no quiso formalizar ante EE. UU. que Honduras sigue siendo un país roto. Porque hacerlo, en términos diplomáticos, implicaba desmentir la narrativa interna de avance, de refundación, de Estado en pie. Era preferible callar. No por ignorancia, sino por cálculo.

Es también una decisión que revela hasta dónde se instrumentalizó el discurso del desastre. Decir que se recibió un país en ruinas funcionó como coartada para justificar inacciones domésticas: la falta de infraestructura, la parálisis institucional, los errores en salud y educación. Pero no se utilizó esa misma narrativa cuando pudo servir para proteger a la diáspora. Porque convertir ese discurso en argumento político ante el DHS implicaba asumir responsabilidades, presentar evidencias, trabajar con rigor, molestar a Washington. Y eso, evidentemente, no formaba parte del plan.

Lo que queda, entonces, es una paradoja dolorosa: el gobierno que prometió refundar Honduras, y que insistió en que el país estaba destruido, ahora debe explicar por qué no quiso decirle a Estados Unidos que, efectivamente, Honduras sigue siendo un país no apto para el retorno masivo. O tal vez, sin quererlo, nos ha dicho otra cosa: que el país no estaba tan destruido como dijeron. Que el discurso de las ruinas fue más una estrategia electoral que una descripción honesta del Estado.

Mientras tanto, decenas de miles de familias deben decidir entre la ilegalidad, la fragmentación o el regreso a una tierra que no ha cambiado lo suficiente como para recibirlos con dignidad. Y todo por una decisión que no se tomó. Por una solicitud que no se hizo. Por un silencio que, esta vez, fue políticamente cómodo, pero humanamente imperdonable.