A veces, lo más revelador de un discurso político no está en lo que se dice, sino en lo que se omite con precisión quirúrgica. En la conferencia de prensa que siguió a la visita de Kristi Noem a Honduras la semana pasada, se pronunciaron muchas palabras: cooperación, seguridad, migración, biometría. Pero hubo una expresión que flotó en el aire sin ser pronunciada por el lado hondureño, aunque resonaba con fuerza en los labios de la funcionaria estadounidense: tercer país seguro.

Noem, una figura en ascenso dentro del gabinete de Donald Trump, llegó a Tegucigalpa como parte de una gira regional que incluyó también Guatemala, Panamá y Costa Rica. Su paso por Centroamérica buscaba algo más que buenas fotos y sonrisas diplomáticas. Llevaba consigo una agenda clara: reafirmar la nueva línea dura en política migratoria del trumpismo, que ahora regresa al poder con un afán de ejecutar, sin ambages, aquello que en su primer mandato solo pudo esbozar a medias.

Desde Washington, el mensaje fue contundente. Noem aseguró que Estados Unidos había firmado acuerdos con Honduras y Guatemala para que ambos países recibieran a solicitantes de asilo —en otras palabras, que funcionarían como “terceros países seguros”. Pero cuando los medios locales consultaron al canciller hondureño, Efraín Bú Soto, o al director de Migración, Wilson Paz, la respuesta fue una negación enfática. Lo firmado, dijeron, era una carta de intención para compartir datos biométricos, y un memorando de entendimiento en temas de seguridad fronteriza. Nada más.

Y sin embargo, la duda permanece. Porque en política internacional, como en los contratos más turbios, lo que se firma puede ser menos importante que lo que se permite. Que no haya un documento titulado “Acuerdo de Tercer País Seguro” no significa que los efectos prácticos no se acerquen peligrosamente a esa figura. El silencio, cuidadosamente administrado, es también una forma de decir que sí.

Para entender lo que realmente ocurrió con esta visita, hay que atender al trasfondo político más amplio. Durante el primer gobierno de Donald Trump (2017–2021) y también durante su campaña de retorno al poder, el gobierno de Xiomara Castro —electo en 2021 y en funciones desde 2022— cultivó un discurso crítico hacia el trumpismo. La presidenta condenó en varias ocasiones las políticas migratorias restrictivas de Trump y su retórica despectiva hacia Centroamérica. A la vez, buscó reposicionar a Honduras en espacios de concertación regional como la CELAC, promoviendo una narrativa de soberanía y alineamiento con bloques progresistas. Si bien esas posturas no siempre se tradujeron en políticas concretas, el oficialismo ha insistido en denunciar a la “derecha internacional” como una fuerza hostil, señalando su supuesta injerencia en los asuntos internos del país.

Pero la realidad es menos ideológica que eso. Ante un nuevo ciclo republicano en Washington, y frente a la amenaza de deportaciones masivas o del fin del TPS (el próxido 6 de julio) para miles de hondureños, Tegucigalpa ha optado por una cooperación silenciosa y ambigua. El intercambio de datos biométricos —presentado como un simple esfuerzo técnico— puede, en la práctica, servir para identificar y detener a migrantes antes de que crucen a México. Y eso convierte a Honduras, funcionalmente, en un puesto de control migratorio estadounidense en el sur.

El gobierno hondureño no lo dice porque no puede decirlo. Aceptarlo sería traicionar su propio discurso de soberanía, su defensa de los migrantes, su historia de resistencia a los pactos firmados por administraciones anteriores bajo presión de Washington. Pero negarlo también se vuelve insostenible cuando las declaraciones del otro firmante —en este caso, EE. UU.— son tan claras. Lo que queda es una ficción compartida: Estados Unidos dice que Honduras aceptó, Honduras dice que no firmó nada de eso. Y ambos siguen adelante, como si la contradicción no existiera.

El concepto de tercer país seguro no es nuevo. Durante el gobierno de Jimmy Morales en Guatemala, EE. UU. impulsó un acuerdo similar, que provocó una oleada de críticas internas. La figura implica que un solicitante de asilo —por ejemplo, un salvadoreño o un venezolano que huye de persecución— podría ser obligado a quedarse en un país como Honduras, si este se considera “seguro”, en vez de continuar hacia EE. UU. La paradoja es evidente: un país que expulsa a cientos de miles de sus propios ciudadanos por violencia, pobreza o corrupción, ahora es considerado seguro para albergar a otros.

No hace falta mucho para demostrar que Honduras no cumple los estándares internacionales en materia de protección de refugiados. Basta con leer los informes de ACNUR sobre la falta de capacidades institucionales, la inseguridad generalizada o la debilidad del sistema judicial. Pero eso no ha impedido que Washington utilice mecanismos “alternativos” —como cartas de intención o memorandos no vinculantes— para avanzar su agenda sin necesidad de ratificaciones parlamentarias ni debates públicos.

En otras palabras, no importa si Honduras firmó un tratado. Importa que, en la práctica, comienza a comportarse como si lo hubiera hecho.

Las implicaciones de esto van más allá del ámbito migratorio. En términos políticos, debilita la narrativa soberanista del gobierno hondureño. ¿Cómo se puede denunciar la intromisión extranjera en unos temas —como la designación de funcionarios corruptos o las críticas al Congreso— mientras se coopera en silencio con una política que convierte al país en zona de contención para migrantes? ¿Cómo se sostiene el discurso de dignidad nacional mientras se despliegan herramientas tecnológicas al servicio de una agenda migratoria que ha sido ampliamente criticada por organizaciones de derechos humanos?

Esta tensión se ha hecho evidente en los días posteriores a la visita. Mientras medios internacionales celebraban el supuesto “acuerdo migratorio” con Honduras, las autoridades nacionales se aferraban a tecnicismos para desmentirlo. Pero el juego es claro: nadie quiere asumir la autoría total del pacto, aunque todos estén actuando como si estuviera en vigor.

Lo que está en juego aquí no es solo un protocolo de cooperación. Es la capacidad del Estado hondureño de mantener coherencia entre lo que dice y lo que hace. Y, quizás más importante, es el destino de miles de migrantes que podrían ser atrapados en una nueva trampa legal: ni bienvenidos en EE. UU., ni protegidos en Honduras.

En su libro Los condenados de la tierra, Frantz Fanon escribía que las naciones oprimidas, cuando luchan por su libertad, deben aprender a nombrar con precisión las estructuras que las dominan. En nuestro caso, lo inquietante es cómo esas estructuras han aprendido a camuflarse bajo acuerdos suaves, lenguaje técnico y colaboraciones silenciosas. No hace falta que una política se llame “tercer país seguro” para funcionar como tal. Basta con que todos actúen como si lo fuera, y que nadie tenga el valor de romper el silencio.

Así, la visita de Kristi Noem no fue solo una parada diplomática. Fue un experimento lingüístico, una operación semántica cuidadosamente ejecutada para que lo indecible se volviera ejecutable. Y en ese terreno, donde las palabras ya no significan lo que deberían, es donde más peligra la soberanía. Porque si no somos capaces de nombrar lo que nos sucede, ¿cómo podremos resistirlo?

Tal vez la pregunta que queda no es si Honduras firmó un acuerdo o no. La verdadera pregunta es: ¿quién está escribiendo las frases que nuestro gobierno no se atreve a pronunciar?