Cuando el entonces secretario del Congreso Nacional, Carlos Zelaya, dejó su cargo en septiembre de 2024, luego que se filtrara el narco video en donde se le ve negociando dinero para la campaña de 2013 con reconocidos narcotraficantes, no solo se marchó una figura clave de la estructura legislativa, sino también el principal operador político que sostenía, detrás de las cortinas, el frágil andamiaje sobre el que Luis Redondo mantenía el poder. Desde entonces, Redondo ha quedado a la deriva: sin bancada propia, sin base leal, sin partido real.

Luis Redondo nunca ha sido, ni será, parte del Partido Libre. Aunque figure en sus planillas y repita sus consignas, entre su visión del mundo —fundamentalista, conservadora, anclada en un moralismo religioso inflexible— y las aspiraciones progresistas de la base refundacional del partido, hay un abismo que se evita mirar mientras él mantenga la billetera abierta. Pero el momento de cerrar esa billetera llegará y será él quien tendrá que pagar los platos rotos. Su elección como presidente del  CN en enero de 2022 no respondió a una victoria interna, ni a un proceso legítimo de consenso partidario. Fue una jugada táctica de Manuel Zelaya, respaldada por su hermano Carlos Zelaya, que buscaban colocar en ese cargo a alguien obediente, dependiente, políticamente moldeable. Redondo, consciente de que todo su poder deriva del beneplácito de los caudillos, ha actuado desde entonces con disciplina sumisa. Hoy, quienes lo llevaron al poder lo acusan de traición. Pero la verdadera traición no fue al PSH, fue estructural: la de convertir el Congreso en una oficina de reparto, dirigida por un presidente sin base, sin ideología compartida y sin lealtades.

Redondo fue impuesto por necesidad. Y como toda figura nacida de la urgencia, debió sobrevivir desde el inicio aceitando una estructura que no era suya. La presidencia del Congreso no le otorgaba poder real, sino el acceso a recursos. Y con esos recursos —puestos, contratos, fondos— debía sostenerse en un escenario parlamentario plagado de lealtades frágiles, rupturas permanentes y exigencias cada vez más costosas.

Aquí entra el caso SEDESOL, que ha estallado en las últimas semanas con la revelación de que la diputada oficialista Isis Carolina Cuéllar Erazo recibió fondos públicos para beneficiar a sus redes de confianza. Sedesol no es una anomalía. Es el síntoma de una red clientelar construida desde el corazón mismo del Estado, para garantizar la obediencia política de los diputados, alimentar campañas territoriales y aceitar la maquinaria electoral de la candidata oficialista.

José Carlos Cardona, titular de SEDESOL, ha sido presentado como el villano de esta historia. Pero en realidad ha sido un engranaje. Designado por no ser del partido, ni contar con estructura propia, su rol ha sido operar los fondos, no diseñar la estrategia. Y como no pertenece a Libre, es prescindible. Ya lo están descartando, queriendo acusarlo de todos los males que de este escándalo (y otros) se deriven.

Luis Redondo debería prestar atención. Porque lo que hoy le ocurre a Cardona es un espejo de lo que le espera a él. En un sistema donde los operadores sin partido son útiles mientras sirven y descartables cuando estorban, Redondo camina en la cuerda floja. A diferencia de los diputados que se beneficiaron de los fondos de SEDESOL, él no tiene una base que lo respalde. Cuando se acabe su utilidad —cuando ya no puedan usarlo para aprobar leyes, repartir favores o simular cohesión—, será presentado como el verdadero responsable del colapso institucional. Y a la lapidación que ya hacen las bancadas de oposición (incluyendo su ex bancada del PSH) se sumará la de Libre, señalándolo como lo que es, un hombre débil que debió alquilar amigos.

El Congreso funciona hoy como un mercado de favores. Y en ese mercado, el que no tiene con qué negociar, pierde. Redondo ha sobrevivido a base de transferencias, arreglos con bancadas volátiles, y pactos con la cúpula partidaria. Pero esas monedas se agotan. Y cuando eso ocurra, será el chivo expiatorio perfecto.

El desgaste de Libre repite, con espeluznante precisión, el ciclo del PN. Llegaron al poder con un discurso de transformación, de lucha contra la corrupción, de refundación del Estado. Como los nacionalistas creyeron que gobernarían 50 años, que el control de las instituciones les garantizaría impunidad. Hoy, repiten los esquemas que decían combatir. Las redes clientelares siguen vivas porque son la base real de su gobernabilidad. Sin ellas, no hay mayoría, no hay campaña, no hay control.

Lo que se ha revelado en el caso de la diputada Cuéllar es apenas la punta del iceberg. Como ella hay más. Y cuando esas investigaciones avancen, cuando se escarbe en ese nauseabundo agujero, quedará claro que hablamos de un diseño de corrupción creado al mas alto nivel, no de un error aislado. Un sistema construido para permitir el saqueo mientras se simula institucionalidad. 

Incluso las denuncias recientes del ministro Ricardo Salgado, de la Secretaría de Planificación Estratégica, apuntando a supuestas campañas de desprestigio, él, que crea campañas de desprestigio contra adversarios y periodistas, se sienten ahora como un grito al vacío. Porque él sabe que tarde o temprano también deberá rendir cuentas por el uso de fondos públicos en su gestión. Él comprende que también es prescindible y busca, desesperadamente, recuperar la narrativa, porque si lo logra, ganará más tiempo en lo que ya parece una destino ineludible. Su cabeza rodará, porque nadie querrá pagar el precio de mantenerlo vivo políticamente.

Este artículo no pretende alertar a los culpables de este saqueo de los recursos públicos. Pretende advertir a los ingenuos. A los que aún creen que el poder los protegerá si se mantienen útiles. Redondo y Salgado deberían tomar nota: cuando el sistema decida que ya no los necesita, no habrá alianza, ni lealtad, ni discurso que los salve. Serán los próximos peones en caer. Porque en este juego, el poder no perdona a quienes nunca fueron dueños de nada.