
OPINIÓN | El asalto anunciado al árbitro electoral
Ana Paola Hall ha renunciado. Lo ha hecho de forma pública, solemne, dramática incluso, dejando tras de sí una advertencia inequívoca: el Consejo Nacional Electoral (CNE) está a punto de colapsar. No por inercia ni por debilidad estructural, sino por una maniobra deliberada para subordinarlo al interés de un partido político que, desde hace meses, dejó de disimular sus intenciones de captura institucional.
Hall, quien debía asumir la presidencia del CNE en septiembre —conforme a la rotación previamente acordada entre los tres partidos— anunció que no continuará. Su carta pública es a la vez un relato, una acusación y una defensa. Dice que no puede ser parte de un proceso viciado. Que no aceptará violar la ley para aparentar gobernabilidad. Que no puede mirar a sus hijos “sabiendo que hay sangre en sus manos”. No habla de muertos, pero sí de democracia herida, de procedimientos rotos y de un país al borde del abismo electoral.
Los documentos que acompañan su renuncia no dejan espacio para ambigüedades: la consejera liberal se aparta para no legitimar un golpe técnico al árbitro electoral. En ellos argumenta, con base en la Ley Electoral vigente, que el quórum del pleno exige la presencia de tres consejeros propietarios y que ninguna excepción —ni siquiera el artículo 18 de la LEH— permite sesionar válidamente con solo dos, aunque uno de ellos sea el presidente.
Esta no es solo una discusión jurídica. Es el nudo del conflicto que atraviesa al CNE: la pretensión del oficialismo de avanzar con decisiones cruciales sin el consenso de los tres partidos representados. Desde hace semanas, Marlon Ochoa, consejero de Libre, ha boicoteado el pleno con su ausencia, impidiendo que se tomen decisiones claves, como la adjudicación del TREP o la contratación de servicios logísticos para las elecciones generales. Su estrategia de vacío funcional buscaba, desde el inicio, desgastar el calendario electoral para crear las condiciones de una solución forzada: sesionar con dos, imponer una mayoría artificial, y eliminar toda resistencia.
Pero ahora, con la renuncia de Hall, la mesa está servida para el siguiente movimiento: subir a uno de los dos suplentes afines a Libre para recomponer el quórum y reconfigurar el balance interno del CNE. Esta maniobra no solo violenta el procedimiento legal de sustitución, que corresponde al Congreso Nacional; también convertiría al órgano electoral en un apéndice del Ejecutivo, borrando los límites entre el gobierno y el árbitro de las elecciones.
Ambos suplentes, vale recordar, han “pelado la carta” antes de tiempo, es decir, se han mostrado como operadores de Libre y no como figuras de reemplazo temporal imparcial. Esto deja a Cossette López, la actual presidenta del CNE, en una posición incómoda pero clave. Puede negarse a aceptar una sesión convocada por Ochoa en la que se intente instalar esa mayoría espuria. Puede —y tal vez deba— no asistir a una reunión en la que se consume lo que sería, en los hechos, un asalto a la institucionalidad electoral.
¿Puede hacerlo? Sí. La misma ley que obliga al presidente del CNE a asistir a las sesiones también contempla su facultad de no validar convocatorias que contravienen el marco legal. Y en este caso, la sustitución de Hall no se ha dado conforme al procedimiento: el Partido Liberal debe enviar un nuevo nombre (hoy mismo), y este debe ser ratificado por el Congreso Nacional.
Pero ahí radica otra parte de la trampa.
El Congreso está hoy secuestrado por la inacción oficialista. Libre no tiene mayoría, pero tampoco convoca a sesiones ordinarias. No hay voluntad de construir acuerdos, solo de bloquearlos. La elección de un nuevo consejero liberal depende de una votación en el pleno, pero la mayoría que controla la Junta Directiva —ligada al Ejecutivo— puede simplemente no agendar el punto o retrasarlo indefinidamente. Es decir, el mismo partido que niega las condiciones para sesionar en el Congreso ahora pretende forzar sesiones ilegales en el CNE.
Lo que está en juego no es solo el reemplazo de Hall. Es el destino del proceso electoral de 2025. Si Libre logra imponer a un suplente propio, reabre la discusión sobre la eliminación de la verificación humana del TREP —una medida que tanto Ochoa como sus operadores han buscado imponer sin consenso técnico ni político—. También garantiza que, con ese nuevo balance, Ochoa asuma la presidencia del CNE en septiembre, completando así el control institucional del órgano que debe garantizar elecciones libres, justas y transparentes.
Todo esto ocurre mientras se agotan los plazos críticos. El 29 de julio vence la adjudicación del TREP, y el CNE no puede tomar esa decisión si no está legalmente integrado. La renuncia de Hall, lejos de ser un acto de sabotaje, es una forma de frenar una maquinaria que ya estaba operando al margen de la legalidad. Pero si no se elige a su sustituto por las vías legales y en los tiempos establecidos, la puerta queda abierta para una intervención por la fuerza. Y esa intervención ya tiene rostro, estrategia y cronograma.
No se trata solo de un conflicto entre tres personas. Se trata de una estrategia sistemática para subvertir la arquitectura democrática del país. Libre, incapaz de ganar el consenso en ninguna arena, intenta fabricar su propio árbitro para ganar las elecciones. El mismo partido que llegó al poder denunciando fraudes ahora juega con las reglas del fraude institucionalizado. Y lo hace en nombre del pueblo.
La renuncia de Hall no resuelve nada. Pero revela todo.
Muestra que el CNE ya no es un árbitro. Es un escenario de combate.
Y si no se detiene esta deriva —si el Congreso no actúa, si la ciudadanía no exige, si las instituciones no reaccionan—, lo que se avecina no es solo una elección deslegitimada. Es el fin del pacto democrático que aún fingimos tener.